jueves, 4 de junio de 2009

Villa Duarte

El reverso en un barrio… Villa Duarte
por Jit Manuel Castillo de la Cruz
Esa mañana el azar me condujo a la avenida del Faro con respaldo Las Américas en el sonado barrio de Villa Duarte. Escribir por encargo no resulta nada fácil. ¿A qué maniáticos escritores se les habrá ocurrido que para buscar inspiración debíamos visitar algún lugar de interés? Con la balsa de compromisos que tengo, como si no tuviese talento suficiente para producir buenos textos en la intimidad de mi cuarto o en una oficina cualquiera. Una idea interesante y complicada.
Opté sin razón alguna por un recorrido pausado por la avenida El Faro, en dirección hacia el mausoleo donde en un futuro no muy lejano habrán de enterrar al fenecido faraón dominicano que se empecinó en construirlo contra todo indicio de razón. Mientras paso por debajo del puentecito seco, al ver la pendiente que le sirve de base, recuerdo que allí jugué tantas veces a ser un niño feliz que hasta llegué a creer que realmente lo era. En aquellos años mozos, me deslizaba y resbalaba a diario en ella, desgastando los veintiúnicos pantaloncitos caquis de ir a la escuela, las chancletitas samurái de mi hermano mayor e incluso mis frescas nalguitas de niño travieso.
No pude recrearme en el recuerdo. Otra vez me golpeó la imagen deslucida de Guancho, un amigo de la infancia, con el que en las mañanas iba a la escuela, por las tardes, al taller de mecánica. Durante las noches jugábamos bolas, al topao, y de cuando en vez, echábamos nuestros pleitecitos por una que otra tontería de niños. Confirmé que no era otro, sino a él a quien vi anoche en la ermita del Rosario, en una misa de difuntos por una dama de alta sociedad. Lo botaron a punta de carabina como a un perro rabioso. Yo estaba por ahí buscando historias qué contar para mi trabajo final de escritura creativa, mientras veía como aquel cura octogenario permanecía allí a pesar de semejante atropello, de aquél acto abominable. Tal vez sin saber qué hacer, pero ratificando con su presencia todas las teorías marxistas contra la religión.
Hacía veinte y cinco años que no lo veía, desde el día en que me despidieron cuando tenía que irme a la Universidad Nacional de México para hacer mi maestría en ciencias sociales. Para todos, fue casi un milagro y un logro admirable que un joven de barrio como yo, pudiera estudiar fuera del país. Entonces, Guancho, igual que yo, era un destacado dirigente estudiantil del FEFLAS en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y un meritorio estudiante de sociología que se burlaba de mis entonces ingenuas creencias religiosas.
Todavía hoy me pregunto cómo llegó a convertirse en esa mancha oscura vestida de negro. Ni él ni la ropa, a pesar de su color, parecían haber visto agua o jabón en mucho tiempo. ¿Sería esos gustos contranaturales que manifestó siendo todavía muy niño, en una sociedad y en una familia que no estaban preparadas para excesos? o ¿Por la repentina y reciente pérdida de su idealizada madre? ¿Por esa desesperanza que se le mete a uno en los huesos como una osteoporosis irreversible al cumplir los cuarenta años? o ¿Por los múltiples desplantes amorosos sufridos a lo largo y ancho de su puta vida? ¿Por uno de esos errores de fábrica, provocados por la fatal combinación de una madre castrante y cuernera con un padre alcohólico, violento y tecato? ¿O habrá sufrido un exceso de lucidez de esos que te juntan en un solo instante toda la mierda que ha sido tu vida? Dios y él lo sabrán…
Hoy 12 de julio cumple los mismos cuarenta y siete años que yo, aunque se ve más acabado por el descuido y la mala vida. Desde muy pequeño lo apodaban Cuchito, en honor a su abuelo materno. Según él, significa puerco en el lenguaje arcano de sus ancestros. Por eso apedreaba sin miramientos al más bonito, si se atrevía a llamarlo así. Asumió su apodo hace tres meses. Desde entonces obra en consecuencia. No se baña ni usa ropa limpia. Se ha dejado el pelo largo. Ya no se afeita y ha empezado con la manía de orinarse y hacerse caca en la calle. De vez en cuando, medio distraído, hasta se medio masturba en público.
Su estar es un no estar. Deambula y dormita. Su mirada anda perdida no sé por dónde. Me ve sin verme y por su expresión, no parece acordarse de mí en lo más mínimo.
A mis cinco años, -le escucho decir- como a todos los niños de mi edad, me gustaba sobremanera bañarme en el aguacero, chapotear y hasta “nadar” en este charco de agua. -Lo que realmente señala es una maltrecha acera de cemento- Eso de la contaminación y los parásitos, eran de las tantas palabrotas de adultos que los niños teníamos prohibido decir en público. Había que ser demasiado inteligente y concienzudo como para asociar nuestro rico chapuzón con los estados febriles que sentíamos al otro día. Imagínense ustedes, si no nos detenía la basura que con asombro nos embarraba la cara, mucho menos esos seres galácticos e invisibles que los adultos llamaban microbios.
Creo haber encontrado un asunto interesante para mi escritura, aunque no me siento con la habilidad suficiente como para desarrollarlo, ni con el valor necesario para enfrentar esta tan dura y cercana realidad.
Decido seguir a Guancho sin mucha esperanza. Sin que lo note, aunque a poca distancia. Al parecer está en un mundo muy suyo, al que ni yo ni nadie puede entrar.
Hoy se levantó inspirado. Lo noto en su semblante luminoso y en las cosas que le escucho contar a este desconocido en el que me he convertido para él. Se le siente alegre, en franco contraste con ese firme propósito que se le ha metido en la cabeza de transitar por las sendas de su agrio pasado. Quizás como una extraña forma de exorcizar ese también extraño espíritu juguetón que domina su corazón y sus entrañas.
Así es como inicia su recorrido por el surco abierto de la Cañada del Diablo. Digo del diablo aunque algunos prefieren decir de Villa Duarte. Mencionar al diablo escandaliza sus oídos, no así la realidad diabólica que el nombre significa. Yo, la llamaré del Diablo, hasta que deje de ser un lugar de muertes metafóricas y literales. Nada hacemos con cambiar el nombre, sin cambiar la realidad por él referida.
No es casualidad que esta Cañada inicie simbólicamente en la morgue del hospital Darío Contreras y muera, después de haber matado silenciosamente a tantas personas –entre accidentes, enfermedades, ratones y mosquitos – en la margen oriental del río Ozama, cerca de donde hace unos quinientos años estuvo el cementerio de los frailes franciscanos, en el atrio de la ermita del Rosario. La Cañada del Diablo, como una puñalada, nos atraviesa el barrio y la vida diagonalmente de extremo a extremo.
Se le ve penetrar en sí mismo con ese andar lento y seguro que ha ido olvidando y que en su juventud le era tan propio. Me parece verlo entrar en el propio infierno. No de la mano de la linda y encantadora Beatrice de Dante Alighieri, sino asido a los dedos de tóxicos pensamientos, que le envenenan el alma, el cuerpo, la vida, que le corren por las venas diciendo: no vales, no sirves, eres un tarado, ojala no hubieses nacido. El peor infierno no son los otros, como dijera Sartre, sino uno mismo y adentrarnos en él es siempre una desdicha. Tan grave como no hacerlo.
Camina con los albores del día rozando su piel y con los mordientes recuerdos de la infancia arañando su conciencia. De repente se ha puesto en cuclillas, como vencido por una memoria tormentosa. Cree estar donde nace la Cañada del Diablo, pero en realidad está en su vientre. Sigue en cuclillas, con la espalda pegada a la ancha pared lateral de un edificio de tres plantas con seis llamativos apartamentos, cada uno de un color distinto. Para construirlo, hubo que derribar la casita que hicieran sus padres con retazos de maderas, pedazos de cartón y algunas planchas verdes hechas con latas de aceite Crisol. Construida tan artísticamente, que bien se podría considerar precursora de lo que en el arte contemporáneo llamamos una instalación.
Aquí vivió los primeros cinco años de su vida, en aquél inmenso patio -para mis ojos infantiles- en el que se daban en abundancia los mejores tomates silvestres del mundo. Nos los comíamos a escondidas sazonados con la sal que igualmente a escondidas nos robábamos en la pulpería de Don Evaristo. Cuando llovía con furia, aquí se formaba un inmenso charco de agua.
Me encantaba, además, meterme en unas tuberías que estaban al descubierto justo aquí, sin saber que desembocaban en el río Ozama y que eran una de las tantas bocas abiertas por donde se alimentaba la Cañada del Diablo.
La coherencia de su hablar no casa en nada con su forma de vestir. Guancho está en un monólogo, aunque habla con voz altisonante, como si se dirigiera a los cuatro vientos. Sus ojos están perdidos en el horizonte, como si mirasen una multitud de personas ausentes a los míos.
Se alimentaba de agua y de gente. Por esta boca se tragó a Michel Guzmán, de apenas siete añitos y también al señor Francisco Castro Delgado, el viejito de la paletera, esposo de Doña Tatá, la viejecita que hacía las gelatinas y los mabíes de bejuco más sabroso que haya probado jamás. Quedó loca, con apenas cincuenta y nueve años. La misma edad que Francisco cuando la Cañada lo arrastró al otro mundo. Su cuerpo nunca más apareció. Fue la primera vez que oí la palabra Cañada. Era una tarde de junio, después de un aguacero lluvioso.
Bastó que me aprendiera su nombre, para que la Cañada me robara los tesoros más preciados de mi niñez: la ilusión de báñame en el aguacero, la posibilidad de comprar las gelatinas y los mabíes más sabrosos que haya probado jamás y al entrañable amigo del alma.
Un golpe de agua da contra la rivera de la Cañada por donde Guancho transita taciturno en el barullo de las voces internas que lo asedian. El agua logra salpicar su estrecha cara. No parece oír la bachata de Frank Reyes que suena a to’ meter en el colmadón Domínguez ni mucho menos la perorata de Pancha contra su nieto Pepito. Ni siquiera a los tres perros realengos que entre ladridos encarnecidos, se disputaban una perra en calor llamada Bandida.
Estamos en el corazón del Caliche, el sector más pobre del barrio de Villa Duarte, llamado así porque según la imaginación de Pacheco, el más viejito de todos los viejos del barrio, en este lugar había abundantes yacimientos del oro de los pobres.
Mi madre murió del corazón y yo se lo achaco a la Cañada. Fue quizás su más reciente robo a mi vida. Con toda seguridad, el último. Han pasado tres meses. La Cañada también sabe matar lentamente, como los torturadores chinos. Lo hace con la calma de un mal olor que nos invade la conciencia y los pulmones, o con los sobresaltos producidos por las repentinas y constantes amenazas de inundaciones. Es mejor morir inundado que esperando que se inunde.
Nos movemos ahora entre callejones por la Laguna de Simonico. Unas cinco mil personas viviendo en unas doscientas casas. Unas pegadas a las otras, encima de las otras, incluso dentro de las otras. Si hubiese una palabra más fuerte que hacinamiento para nombrar esta realidad, tal vez habría que inventar otra más contundente para aproximarnos a su dureza.
Si Dios me hubiese hecho blanco, otro gallo cantaría en mi vida. Me hubiese “tirado” a Jacinta, la rubia más guapa que he conocido, y no tendría que conformarme con lo que le vi cuando se bañaba aquél 24 de abril del ‘65. Eran exactamente las 12:35:21m. Y mientras Caamaño tomaba la ciudad de Santo Domingo, yo disfrutaba de la más exquisita “brecha” de toda mi vida.
Abandonado a su propia suerte desde niño, recuerda que siempre se sintió rechazado, incluso por su propia madre, a la que ahora extraña con vehemencia. Siempre fue considerado la oveja negra de su familia, de la escuela… el típico niño con el que nadie se quiere quedar.
En mi interior hace tiempo que todo es tan negro como mi piel. No es fácil vivir con tanto desprecio en la costilla.
Me preguntó por esa extraña relación que hace entre sus sentimientos negativos y el negro de su piel. Parece que de tanto sentir el rechazo a su negritud, ha terminado internalizándolo.
¿Quién dijo que debía ser fácil? –Se repite– No haberte enamorado de verdad en la vida. No haber sentido otra caricia que la de tu propia mano o la de un cuero que responde al estímulo de unos cuartos que nunca conseguí buenamente.
Fuera de él, el cielo va dejando de ser azul y cae una tarde que hasta hace poco era brillante y luminosa.
¿Quién dijo que debía ser fácil? -Se repitió entre susurros, en un claro intento de traer ante nosotros a las damas de alta sociedad de la ermita del Rosario. Tal vez con ese propósito fue anoche a la capillita.
En su mundo, solo existen los personajes famosos y los edificios antiguos. Tan encopetadas como andan, no son dignas siquiera de un polvo solitario; obsesionadas con los viejos monumentos, con los libros viejos, con las pinturas viejas, con los viejos nuncios y con los viejos embajadores. No creo que les interese nada con menos de quinientos años.
Ellas, como muchas personas vienen a un Villa Duarte imaginario. Al barrio de las maravillas, en el que como en el resto del país, todo esta resuelto: la economía blindada, un sistema de salud invulnerable a la gripe porcina y un Metro, que siendo el Progreso en persona, nos le podemos subir encima.
¡Qué bueno que les moleste el vaho de la Cañada y la basura del río! Nuestra protesta contra su atrofia cardíaca parece se efectiva. Entre el aire acondicionado de sus oficinas y de sus confortables yipetas, no conciben el vaho, el polvo, la basura, la falta de luz o de agua. ¿Será que en el margen no hay historia o que en las fronteras del margen termina la ciudad? ¿Quizás eso explica por qué a nadie le interesa cómo se sobrevive en el reverso del barrio?
Estamos inmóviles ante el puente Pajarito, donde termina la visibilidad de la Cañada, ante un abismo tan tenebroso que da grima al más valiente. Es como ver por dentro las tripas de un feroz animal mientras engulle a su presa.
El vaho nauseabundo que vomita la Cañada detiene sus pasos. Se mueve en la misma dirección que la brisa y que nosotros, como si nos persiguiera. Guancho ha decidido no dar un paso más en esa vida que lo arrastra al precipicio, como antes arrastrara a su amiguito del alma. Con todo, sigue cayendo al abismo. No al que tiene en frente, sino al que lleva dentro. Se acerca al precipicio desafiante. Del susto tengo el impulso de detenerlo, pero desisto al ver que se aleja.
Levanta la vista, con el ruido de una yipeta que pasa. Es Beto el Loro, quien lo miró con desprecio al pasar por el puente. Con él compartía horas muertas: jugando, brincando de aquí para allí, inventando cosas y haciendo nada.
Al Loro todo le ha ido bien. –Murmura desesperado– Eso de tirar droga y meterse a político te resguarda hasta del mal de ojos. Debí hacerle caso cuando me lo propuso. Entonces yo era tan cobarde como ahora. ¿Qué otro futuro puede tener un joven de barrio? Con eso de ser fiel a los principios poco o nada se come. Lo único que he recibido de la vida son golpes y desplantes.
El mundo es una mierda -Se dice ante el abismo, con la intención de tirarse– El país es una mierda, dirigida por una mierda de gente, La Cañada del Diablo también es una mierda. Y mi vida es también una mierda.
Guancho entra con la frente en alto a un mundo totalmente distinto al que nosotros llamamos real, por decirlo de alguna manera, porque difícilmente el nuestro sea tan real como el suyo. Es muy duro cuando teniendo claro cuál es el origen de tus angustias esta conciencia se vuelve en contra tuya, porque por ser consciente se hace más tormentosa todavía. ¿Qué hacer cuando un pensamiento te martilla la cabeza y aunque sabes que no es más que un pensamiento no puedes hacer otra cosa que sentirlo con dolor como una realidad de cuatro pisos? ¿Qué hacer cuando sabes que tu mundo no es real a los demás ni siquiera a ti mismo, pero no tienes el control sobre esa situación? ¿Cuándo tu mente se gobierna lo mismo que tus sentimientos y tus recuerdos? No queda otra salida que desconectarse. Enloquecer. Quitarse la vida. Drogarse. Al final, todas las opciones, te llevan al mismo precipicio, y vienen a ser la misma salida… ¡la única que tienes!
------
Jit Manuel Castillo de la Cruz. Hijo de Villa Duarte, barrio marginado de la antigua capital dominicana y que como tantas cosas en este país fue "degradada" a la categoría de Provincia. En la adolescencia, fui desterrado, como tod@ auténtic@ dominican@ por los caprichos del embellecimiento urbano y del ocultamiento de la pobreza del Dr. Balaguer a una tierra de nada y de nadie: La Ciudad del Almirante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario