jueves, 4 de junio de 2009

Plaza de España


La Sombra

por Eugenio Matos




“¿Cómo? ¿Cómo fue?
Así.
¡Déjame! ¿De esa
manera?
Si.
El corazón salió solo.
¡Ay, ay de mí!”
Asesinato,
Federico García Lorca



La nublazón invadió desde el este a partir de las cinco de la tarde y ya antes de las seis había empezado a lloviznar intermitentemente haciendo que las almas se confundieran entre sentimientos melancólicos y de alegría. Almas de gente de carne y hueso, con sueños, dudas, logros, fracasos, indiferencias y amores. Como la del policía turístico de píe bajo el farol, que intercambia saludos con su colega motorizado, como el buscón que te indica donde aparcar y te despide con un – ¡bien cuidao! – en espera de que al regreso le retribuyas con algunas monedas, como el adúltero que antes de bajar del carro otea en busca de caras familiares que le hagan huir del lugar, como el limpiabotas u otros tantos personajes que llenan el espacio de miserias y ganas de superación. Yo los veo a diario, con ojos sabios de un hombre que nació, creció y ahora envejece en las calles intramuros de la ciudad, muchas veces he sido testigo del azar cambiando para siempre el destino de las personas.

Cuando llegaron a la Plaza España faltaban minutos para las siete de la tarde, esa hora donde no está suficientemente claro para ver, ni suficientemente oscuro para que los focos reflejen su luz en el pavimento, y encima de todo nublado, continuaba la llovizna fina e intermitente, que hacía el ambiente fresco y húmedo. Luego de murmurar dos palabras tomaron asiento en una mesa exterior del Rita´s Café que mira a la plaza bajo un paraguas de lona rectangular. El señor se dispuso a revisar algún trabajo en su blackberry.
- ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? - pregunta la señora - está lloviendo y acabo de ir al salón.
- No sé, hasta que acabe - le dice él - ¿quieres algo de comer? – y mirando a la mesera grita - ¡Tráeme la carta por favor!
Volvió tranquilamente a sus faenas. Roberto que así se llama el señor, es alto, fuerte, bien proporcionado, de tez blanca y cabellos negros salpicados de escasas canas, sienes plateadas, ropas finas y bien planchadas, como es el principal socio de una importante firma de abogados del país es una persona reconocida e influyente, goza de una inmejorable posición económica, es amigo de todos los partidos y colaborador de todos los gobiernos, escribe una columna sobre temas socio-económicos en un importante periódico de circulación nacional; hoy se encuentra tomando apuntes para su próxima publicación que versará sobre el impacto de la gripe porcina en las actividades de esparcimiento de la ciudad.
Decidió invitar a su mujer para complacerla. Desde hace algún tiempo, ella le expresaba insistentemente su deseo de que salieran a divertirse, como antes, cuando no tenían que gastar su tiempo entre los grupos de beneficencia de la iglesia y los cada vez más exigentes compromisos sociales. En el fondo él la entendía y como era un hombre correcto – un buen partido – decían. – le prometió que lo harían aun a sabiendas de lo difícil que sería cumplir su palabra.

Margarita, su mujer, como todas las Santelises, es una mujer bella y refinada, con el sello de las damas que crecen acompañadas de niñeras y sirvientas, choferes y empleados. Es alta, tiene la tez color café con leche, ojos grandes y vivaces, pestañas largas y abundantes, pelo negro, largo hasta la cintura, nariz fina ligeramente pronunciada, dentadura recta y blanca, sonrisa permanente en sus labios que son finos y rosados, de buena contextura y excelente figura, conservada a sus cuarenta y cinco años por el ejercicio físico del gimnasio. – Un mujerón – resumiría yo.

Cuando decidió casarse con Roberto era todavía muy joven, su familia sintió un gran alivio con la noticia porque Roberto, aunque venía de un hogar modesto, había dado muestras de su inteligencia y aspiraciones, retornaba al país procedente de Europa con una maestría en su maleta y con la seguridad de un buen empleo; los abogados de primera se peleaban para contratar sus servicios, muchos de ellos le conocían desde que el Joven Castillo había sido su alumno y sabían de sus destrezas, además sus padres se inquietaron porque Margarita se había entusiasmado mucho con la compañía de teatro universitaria y salía constantemente con lo que su papá llamaba – un grupo de vagos, pájaros y comunistas de mierda – a los que su mamá les exageraba los errores contraponiéndolos con el virtuoso novio que estudiaba en el extranjero.

Recuerdo que en esa época Margarita estudiaba filosofía en la universidad, eran tiempos en que concluir el pensum parecía imposible, las constantes huelgas, las protestas y las incursiones violentas de la policía hacían a los estudiantes dedicar más tiempo y atención a las actividades políticas que a sus estudios. Pero ella siempre se las arreglaba para no retrasarse, a veces asaltaba a los profesores en sus residencias o lugares de trabajo pidiéndole asignaciones y recomendaciones para realizar el trabajo en su casa, de forma que acabado el conflicto la única que estaba preparada para tomar un examen era ella.

Con todo, le sobraba tiempo para participar en el grupo teatral universitario en el que se destacó por sus grandes dotes histriónicas y su excelente conocimiento literario – devoralibros - le decían en su casa.-

Una vez representó a Minerva Mirabal en un festival artístico organizado por la Federación Dominicana de Estudiantes y su actuación fue tan intensa, tan aplaudida que a los organismos de seguridad infiltrados en la universidad le pareció una provocación y el festival terminó clausurado bajo bombas lacrimógenas y cientos de arrestos.

Pero Marga – como le dicen sus familiares y amigos allegados – lo hacía por amor al arte y bien pudo representar a Cleopatra o Isabel primera, entendía y se solidarizaba con sus compañeros izquierdistas pero esas ideas nunca las tomó muy en serio. Sin embargo compartía con ellos muy gustosamente las noches de parrandas y juergas.
El asunto es que aquí los encuentro a los dos, de regreso a nuestro barrio, veintitantos años después, quiero saludarlos pero la lluvia no me deja así que me conformo con observarlos, están sentados en una pequeña mesa debatiéndose entre buscar la palabra perfecta o prolongar el silencio temeroso, comparten una cerveza de la que Margarita a penas toma un sorbo mientras Roberto la engulle nerviosamente.
- Realmente no tengo hambre, pero pidamos algo de picar para los dos.
- Okey, mira esto.
– No déjalo, mejor pidamos unas croquetas y después vemos.
- De acuerdo.
- Amiguita ponte unas croquetas de pollo y tráeme otra cerveza por favor.
Roberto vuelve a su trabajo, ahora toma notas sobre la cantidad de gente sentadas en los restaurantes y observa que no son muchos – es porque es lunes – piensa en voz alta - además llueve. Mientras tanto Margarita busca distraerse viendo caer las gotas de lluvia que hacen brillar al paisaje, tal vez juega – Como Yo suelo hacer - observando detenidamente el conjunto monumental deformándolo con vista impresionista, así la plazoleta empedrada la imagina flotando, con sus dispersos postes de dos faroles de mercurio cada uno manchando de naranja el pavimento mojado, ve en el extremo este una carrera de 13 palmas y se le antoja que son escolares descendiendo en fila por la escalinata que va al antiguo puerto de Santo Domingo. El rio Ozama no lo puede ver desde donde se encuentra sentada, pero percibe su profundidad. En la otra orilla distingue los silos de Los Molinos y en vano busca al francotirador americano que cazó a tantos familiares y amigos. Cuando mira El Alcázar de Colón que cierra en ángulo la esquina noreste, se ríe y se pregunta, ¿qué fuerzas invisibles aplastan la estructura haciendo que las arcadas del nivel superior se vean achatadas comparadas con las del primer piso? las dos palmas reales que sobrepasan la altura del edificio le parecen una guardia de honor erigida en ambos extremos.
Finalmente la vista se le rodó involuntariamente hacia dos árboles de gran sombra - laureles – bajo los cuales no podía identificarse nada, y quedo largo tiempo concentrada en este punto, sin duda le parecieron una especie de hoyo negro dónde ni el espacio, ni el tiempo, ni la lluvia existían.
En ese momento en los altoparlantes del restaurant oye una voz fina que melodiosamente cantaba “I got you under my skin” y por primera vez Margarita repara en las lamparitas de velas que iluminan las mesas, con un suspiro floja las piernas y comienza a ignorar las chispas de agua que se cuelan por debajo del toldo, le agarra la mano a Roberto y él le devuelve el gesto con una sonrisa, dos palmaditas y vuelve a sus menesteres.

A su mesa se acerca un hombre de mediana estatura, de contextura delgada pero fuerte, piel clara, algunas arrugas en la frente, marcas de expresión en los párpados y las comisuras de los labios, las manos algo alargadas, viste pantalones negros, camisa rayada de mangas cortas y zapatos relucientes, el hombre se llama Luis, tiene una guitarra en la mano y en la cabeza una cachucha de las águilas cibaeñas. Luego canta:
Desde el cielo he recibido una noticia / que un ángel se ha escapado sin querer/ y que esta andando por la tierra / lo que pasa es que se viste de mujer, yo conozco una criatura que yo he visto y que cada vez que yo la puedo ver / me parece que estoy mirando un ángel, el ángel de mi querer

Cuando termina se inclina acercándose todavía más a la mesa y sin despegarle los ojos de encima a Margarita, dice:
- Quisiera tocar algo que le guste a la señora – reconociéndola de inmediato.
Margarita le ve, le sonríe sabiendo ver una cara inofensiva que le inspira a la vez confianza y simpatía pero sin recordar nada, y él por su parte percibiendo la confusión decide mantener su anonimato.
-No, gracias – contesta Roberto – es que estamos en otra cosa, trabajando – enfatiza, sabiendo que ha dicho algo inapropiado desde antes de haber concluido la expresión.
-Gracias, disculpe – dice Luis mientras se retira dando pasitos hacia atrás y se dirige a la mesa del lado.
Al envejecer la noche la plaza se anima, aprovechando la pausa de la llovizna llegan ahora más gentes en grupos, de dos en dos y solos, algunos traen perros a pasear, un avión pasa surcando el cielo lejano y brumoso, abajo, los carros que pasan sordos, muestran sus luces rojas y blancas en carrera desenfrenada hacia la nada. Huele a grasa, a lluvia y a veces con ráfagas de aire más cálido llegan también los vahos de orine y cloaca. Huele a viejo.
Una pareja atraviesa la plaza abrazados, llevan un caminar rítmico que parece que bailan, pasean su amor como lo hacen todas las parejas: hacia la sombra. Esta vez hacia los laureles que los resguardan del agua y los protegen de las miradas impías que envidian su beso. Mientras en la galería, bajo los arcos coloniales de la famosa casa otros dos se inmortalizan de negro y blanco con el constante relampaguear de los flashes de una cámara.
El bartender que se asoma por una ventana desde dentro, asiente con la cabeza a una seña de Luis, y en seguida termina El Cigala su versión de corazón loco, arrancan los acordes de la guitarra. Decidido esta vez a causar revuelo en la memoria de Marga, entona la melodía que tantas veces cantaron juntos en las noches de bohemia:
Te necesito tanto amor, te necesito / como las flores necesitan agua y luz / como este cielo necesita las estrellas / como la barca que no vive sin su mar

El primero en reaccionar fue Roberto por lo cerca que sintió la voz aguda y dulce de Luis, creyó tal vez que el músico insistía en cantarles a ellos, pero al voltear la cara se dio cuenta de que amenizaba la mesa contigua.
- ¡Qué vaina! – dijo, volviendo a bajar la cabeza hacia su trabajo.
- ¿Qué pasa? – pregunto Margarita, creyendo que su cara delataba su confusión.
- Uno quiere concentrarse en algo y no hay forma de que los buscones y mendigos dejen a uno quieto.
- ¡Ah! Es eso, pero esa canción me encanta – se atrevió a decir Margarita y empezó a tararearla.

Se necesitaron pocos minutos más para que la nostalgia la invadiera totalmente, sintió calor a pesar de que la lluvia arreciaba nuevamente y esta vez con un viento del este que les golpeaba en la cara, ella ensimismada confundió la humedad del ambiente con aquella que brotaba espontánea y abundantemente de sus ojos, de repente comprendió todo, recordó todo, lo sintió todo. Ya no podía oír la lluvia al caer en el toldo que cubría la mesa, ni las gotas que engrosadas caían al suelo, ni el molesto tintineo metálico de los faroles mecidos por el viento, ni la sirena que pasa, ni el sonar de bocina del camión, ni el rumor de la ciudad, ni las conversaciones de las gentes ni la música de los otros negocios.
Roberto la mira llorar y se presume en problemas, - es la lluvia – se dice y con un ademán pide la cuenta.
-¿Y que fue?, no te pongas así que ya nos vamos
-Ya me voy – contesta ella – se pone de pie, voltea la cara y dice en un tono casi de pregunta: ¿Luis?
-¡Marga!
Se confunden en un abrazo y atraviesan la plaza bajo lluvia, se van en busca de la sombra.
Roberto queda absorto, furioso, jadeante, desesperado al comprender que por primera vez en la vida se enfrenta a algo sobre lo que no tiene control, respira profundo, suspira, pasa la tarjeta para saldar la cuenta y vuelve a su trabajo sabiendo que nunca más volverá a ver a su mujer.

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Eugenio Matos, nació el 1969 en Santo Domingo, realizó estudios de ingeniería civil en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC) y en la Universidad O&M, se diplomó en Gerencia y Supervisión en el Instituto Superior de Psicología Industrial Dominicana (INSPID), posee una especialidad en Mercadeo de la Universidad Iberoamericana (UNIBE). Es consultor en las áreas de Seguros y Mercadeo, preside la empresa Eugenio A. Matos & Asociados Corredores de Seguros. Ha escrito poesía, cuentos, narraciones cortas y artículos periodísticos, ha participado en numerosos talleres literarios. Sus trabajos han sido publicados en revistas y periódicos.

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