jueves, 4 de junio de 2009

LA ZURZA


En La Zurza
por Meg Petersen

En un domingo o sábado cualquiera que Nancy tenga libre de su trabajo de limpieza en el Hotel Embajador, voy a visitarla para tomar un café “fuerte y dominicano” en su apartamento en La Zurza. La urbanización queda cerca de la Ovando con Máximo Gómez y la estación Los Tainos del metro de Santo Domingo. Al salir del mundo subterráneo tan limpio y tranquilo del metro en la escalera mecánica, emerjo afuera en un lugar totalmente diferente. Inmediatemente, los olores y el ruido me golpearon.

En la calle respiro el humo feo de los motores diesel de las guaguas paseando con sus cobradores siempre gritando las mismas cosas, “Villa Mella, Punta” o “Yamasá” “Monte Plata”. En la cuadra de camino hacia el complejo, paso a los cientos de vendedores haitianos en la calle con sus montones de mangos y naranjas, o otras cosas diversas tales como ropa, gafas, gorras, accesorios de teléfonos celulares, y juguetes de plástico. Pero lo que más se nota es el ruido—las bocinas, la música por todos lados, los gritos de la gente en la calle.

La primera vez que vine por la Zurza en abril del año 1990, no había metro, ni estaba pensado que habría un metro en aquel entonces. Un metro era algo del otro mundo, de mi país. Recuerdo exactamente el mes en que vine porque tenía siete meses de embarazo con mi primer hijo. Cuando subí por primera vez las escaleras del edificio en que vive el primo de mi entonces esposo, fue con un poco de dificultad puesto que vive en el quinto piso. Todo me pareció completamente ajeno a mí vida normal, so solo de mi vida en mi país, sino también de mi vida en Santo Domingo. Pensé que era el tipo de barrio de que la gente me advertía en contra. Pensé que debía sentirme temor, pero no lo sentí, y aquí en la Zurza, nunca lo he sentido. Tiene que haber sido por Nancy, que me sentía, desde la primera visita, tan en casa en este lugar.

Llegar al complejo es como entrar a una ciudad aparte, o mejor decir, un mundo aparte. En el primer piso de cada edificio parece que cada apartamento, en su lado frente a la calle, es un negocio. Hay colmados, salones de belleza, bancas de apuesta, y la iglesia Asamblea de Dios, que está operando con su planta por afuera. Hay muchos motores escondidos en los pisos, pero pocos carros, y los que hay parecen ser carros públicos por su mal estado. En las verjas de los balcones, la gente tiende su ropa, sobre todo sus pantalones jean. Las paredes del complejo están pintadas con los colores de los partidos políticos en los murales que datan de las últimas elecciones.

En el primer piso del edificio, en el patio de concreto, tres perros duermen, uno tras otro como si fueran cucharas apiladas juntas. A primera vista, parece que pueden estar muertos; son desnutridos los tres, con poca grasa, poco músculo, sus patas como palos. Pero al verlos más detenidamente, se puede ver la moción del aire entrando y saliendo de sus pulmones.

El piso en que duermen es de concreto, pero con muchos huecos llenos de agua sucia y el patio en si está salpicado de tazas de styrofoam, y papeles sueltos. Huelle a frutas pudriéndose y un poco de orina. Cuando subo al próximo piso en la escalera casi rota, donde se puede ver el esqueleto de metal que apoya al concreto, veo un juego de dominó en progreso en la plataforma entre los apartamentos. Se puede oír la bofetada de dominós sobre una mesa improvisada. En el tercer piso, un niño está creando una chichigua con una funda plástica de basura y algunos palos, y en el quinto, un grupo de jóvenes están apostando en una pelea de peces, gritando cada uno a animar a lo suyo. Aunque la luz se había ido hace mucho, todavía se oye una música fuerte que emana de algunos apartamentos, cuyos dueños quieren que todo el mundo sepa que tienen inversores. Aquí no se paga ni la luz ni el agua, solo el teléfono, si tiene. Nadie paga la casa tampoco, porque eran casas regaladas por el gobierno en los años de Balaguer a la gente cuyas chozas se quedaron en la vía de una carretera que se estaba construyendo en aquel entonces.

Vi y todavía veo todo con los ojos de un extranjero, porque no soy de aquí. No soy de esta urbanización, ni de la ciudad, ni siquiera del país… y se ve. Mi piel es clara, sí, pero realmente son mis rasgos faciales heredados de mis antepasados danés que me marquen como extranjera, como blanca, como gringa y mi habla, cuando hablo. Pero vengo con frecuencia, y no me miran tanto como antes.

Nunca había visto un lugar así cuando vine la primera vez, pero Nancy, la esposa del primo de mi esposo, tenía un bebé de 10 meses y comenzamos a jugar con él y con su niño que tenia cuatro años. De ahí nació una amistad que nos ha durado por diecinueve años.

En realidad, no tenemos mucho en común. Hablamos de los niños, de la vida y los retos, de las condiciones en el país, de algunos parientes de mi esposo y de la vida en general. No hablamos de libros, y muy poco de la política o de ideas más allá de la vida cotidiana, la familia y el hogar. Ella me ha dado una visión clara de los ricos y su forma de ser, que únicamente se puede lograr al servirles. Muchas veces ella se ríe de tan prepotentes que son. Sobre todo, Nancy es una mujer auténtica. En este mundo, la gente vive de una manera muy diferente que en mi vida en el exterior o aun aquí con mis compañeros de clase media. Hablamos a veces de que ella pueda visitarme en mi país, o que pueda llevar uno de sus niños conmigo, pero sabemos las dos que nunca va a pasar.

Hay un sentido de descuido aquí en la urbanización, como si este lugar hubiera sido olvidado por las autoridades, como un campo que se haya permitido irse a las semillas, dejadole a buscar su propia forma de sobrevivir. Distintos tipos se han desarrollado aquí, y Nancy y yo hablamos de todos, el borracho—de este tipo hay muchos—que anda con su jumo todos los días, que sólo para de beber cuando no hay más bebida alcohólica, y sólo por el tiempo que le toma juntar el dinero para comprar otra botella de ron. Hay madres con muchísimos niños como la señora en el cuarto que tuvo once varones en búsqueda de la hembra, y los tipos especiales como una señora en la quinta que se llama “la americana” porque habla en cada oportunidad de su tiempo en los Estados Unidos como si fuera gran cosa.

Es poca la gente que trabaja fuera del complejo, pero hay unos que van a sus trabajos como empleadas domesticas, o chóferes, y los niños se van a la escuela pública en sus uniformes de color caqui y sus camisas azules. Nancy trabaja en el hotel como parte del equipo de limpieza, y su esposo es chofer de la mujer que era mi concuñada y ahora es alta funcionaria del partido en el poder. Nancy me habla de los hábitos de los turistas y lo que le dejan en sus habitaciones.

Toda una sociedad ha crecido aquí con sus propias normas y forma de vida que no incluye libros ni la palabra escrita, cosas que forman la base de mi vida. Es un mundo muy ajeno al mío, y realmente no entiendo porque me siento tan cómoda aquí. Creo que mi amistad con Nancy abre un espacio para que pueda ser una simple mujer en relación con otra, hablando de nuestros hijos, trabajos, sueños, y problemas. No tengo que ser nada más de la que soy, no tengo que lograr gran cosas en mi vida, ni publicar un libro o ganar un premio para que ella me acepte. Ni siquiera tengo que hablar su idioma perfectamente, aunque me siento mejor hablando con ella que nadie. Y cuando hablamos como solemos hacerlo, hasta que se caiga la noche en un lugar donde casi no aparece la luz, podemos borrar las distancias en raza, origen, educación, y forma de ser hasta que somos simplemente dos mujeres, dos seres humanos, con sus retos, sus deseos y sus sueños. Estamos bien la una con la otra tal como somos, y eso, aquí en el medio de la zurza, me da una especie de paz.
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Meg Petersen es una escritora y profesora de escritura en la Universidad de Plymouth en el estado de New Hampshire en los Estados Unidos. Actualmente reside en Santo Domingo, República Dominicana, como becaria Fulbright. Sus poemas han ganado premios por la Asociación de Profesores de Inglés, y la Asociación de escritores de New Hampshire. Fue destacada poeta del Consejo de las artes de New Hampshire. Su poesía ha aparecido en Concrete Wolf, Entelechy International: A Journal of Contemporary Ideas, Garden Lane, English Journal, The Leaflet, The International Journal for Teaching Writing y otras publicaciones. Es directora del Proyecto Nacional de la Escritura en New Hampshire y editora fundadora del Grupo de Escritores de Plymouth, editores de las Antologías de la Escritura de los Profesores.

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