jueves, 4 de junio de 2009

Las Pulgas

MUJER EN GRIS

ENSAYO SOBRE LAS PULGAS

por María Hortensia de la Cruz


Esa mujer apenas visible, acurrucada en el suelo, entre paquetes de medias, en una lona cercana a la pared norte de Las Pulgas, me asustó. Es la pared colindante con el colegio Salesiano para niños. No me asusto, en realidad, lo que sentí fue asombro que me obligo a mirar dos veces, para saber que, ciertamente, apenas visible, había una persona tendida ahí, y que era mujer.

Las medias eran blancas y grises. Medias deportivas. Tal vez por la hora de la mañana, 7:30am, la imagen de la mujer no se diferenciaba de esos colores. Ella también me pareció gris; el mimetismo de la mujer, la luz tenue del lugar y las medias eran uno. Talvez tuve que mirar dos veces, porque en verdad no salía de la señora ninguna expresión, mirada, sonido o movimiento; descansaba.

Me desvié en mi propósito, observar minucias, de todo tipo; el impacto de las baratijas, de las voces, los olores, aunque recuerdo el olor de fritura, el que dejan los moto conchos por el gasoe y el aceite, lo mismo que el de orine al final del dia de pulga. Deje de observar la prisa o el compaseo de compradores y vendedores.

A partir de ese momento del que hablo, ya había puesto en otro plano los pregones. Me sobrecogió la imagen de aquella mujer, me he quedado sin saber su nombre. Entonces, ¿Cómo hablar de ella? Ella pudo ser Doña Flor o pudo ser Janina, o Eva o Celeyda.

Doña Flor, aquella mujer silenciosa, apacible y nalguda. Ella, la que me regaló un mango y me dijo:

-Mire, para que se acuerde de mí.-

Ella que no podía darse vuelta en mi cocinita de dos mosaicos de ancho porque, o chocaba con el armarito o conmigo. Esa mujer me dejo; me dejo, dije, porque se fue sin avisar, me dejo... Esa mujer me abandono con mis apuros y mis disparates. Claro, muchas me dejan, por mis disparates, o sea, por eso de que no sea yo como las otras; les incomoda mi logística y se van. Muchas amas de casa son atildadas, tienen una cuadratura de horarios y tareas a la perfección, sin enredos. A la trabajadora eso les viene bien, porque si la rutina de las tareas es modificada por la señora, por inventar a cada paso prioridades, a la del servicio se le tambalea su esquema, su andamio de trabajo y también, la posibilidad de irse por el atajo se le pierde.

Recuerdo a Doña Flor, siempre. Pero sobre todo cuando viene la cosecha de mangos pues, ¡es verdad! esos mangos, fruto de la semilla del mango que me regalo, traído de Haina, eran únicos. No tenían nombre y sus sabores y colores eran variados. Todos los que los probaban lo decían.

Si Doña Flor es la mujer tendida junto al paquete de medias en La Pulga, es que dejo a Bienvenido o Bienvenido la dejo ella. Bienvenido aquel amor que me la quito. No se cuanto habrá durado su ventolera o su arrebato y eso si fue una gran cosa; una locura, ese arrebato que no le daba tiempo de borrar las evidencias de los preparativos y demostraciones de sus atenciones a Bienvenido. Para evitar las consecuencias que pudieran emanar de mí.

Esto de ser testigo del amor de mi mujer-casi yo- o sea, la otra mujer que mi casa necesitaba para dar atención a tres varones, fue todo un bollo, del que todavía estoy halando los hilos.

Yo salía temprano y dejaba todo a cargo de Doña Flor: hacia recomendaciones, daba instrucciones, ponía en su mente cálculos exactos; yo decía hasta donde si y hasta donde no. Yo salía de mi casa con la arquitectura en la cabeza de cosas que solo parecían ser como yo las inventaba y las dejaba también en ella, en Doña Flor, con la certeza no develada de lo que ella a su modo entendía, hacia, o quería hacer.

A mi regreso del trabajo, yo cruzaba, ansiosa la construcción en diagonal. Allí trabajaba Bienvenido, era el maestro constructor. Pasaba por la cocina de la casa en construcción, por los traspatios y llegaba al mío y a mi callejón y finalmente a la marquesina y a la cocina. A veces, llegaba al final de mi jornada, después de las 3:00 de la tarde, pero muchas veces llegue al mediodía, en una especie de permiso a media jornada.

En el trayecto hacia mi casa estaban las muestras de las atenciones de Doña Flor a Bienvenido: mis platos, mis calderos, los restos de una comida hecha en el patio; el anafe apagado; los cubiertos. Se amaban, en mi ausencia, a escondidas. Eso lo supe después.

Meses antes ese amor se inicio como un compartir de todos, incluyéndome a mi, un café, una conversación, una pregunta al maestro sobre esto o aquello, sobre la casa recién comprada de prisa, porque Manolo mi segundo hijo estaba por llegar o sea por nacer.

Doña Flor fue un gesto amistoso de Don Emeterio, el viejo jardinero que me regalo mi mata de cereza. El se dio cuenta que yo necesitaba atención y orientó a Doña Flor hacia mi casa. Nació Manolo y ya contábamos con ella.

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Me dijo Nelia que a propósito de La Pulga Sinia le contó lo que sigue

“Don Emeterio llegaba al trabajo temprano siempre. Saldría de San Cristóbal a eso de las 6:00 y de Cambita Garabito alrededor de las 5:00 de la mañana, no era raro entonces, que hechara una pavita entre uno que otro bostezo y el silencio de aquel lugar; dormitaba en el día”.

Esta afirmación era una presunción de ella; el debía llegar temprano a la Luperón frente a los silos; le correspondía abrir las puertas.

De no haber conocido a Don Emeterio, tal vez no habría conocido a Doña Flor, en consecuencia.

Nadie en el trabajo esperaba gesto amistoso y mucho menor solidario por parte del viejo, por el contrario, el era indiferente, cerrado.

¿Por qué digo esto?; Bueno habría que haber escuchado a Sinia vocear a Don Emeterio y comentar cualquier pensamiento sobre él viejo a cada momento a lo largo de la jornada de trabajo.

Los comentarios de Sinia no paraban y tenían coro, al que yo muchas veces me sumaba aunque fuera de oído o con uno que otro comentario para abonar o para no desentonar con el sentir del grupo de trabajo conformado por unas diez personas: el encargado, su asistente; el contable, una secretaria, el chofer, el asistente de documentación, el mensajero y Don Emeterio que era el jardinero.

- “¡Don Emeterio venga acá, es que usted no me oye!”

- “¡Don Emeterio, mueva ese cubo de ahí!”

- “¡Don Emeterio dígale a ventura que pida un botellón de agua!”

- “¡Don Emeterio!, ¿donde se ha metido ese viejo haragán?”

Lo cierto sobre el viejo es, que era el jardinero, no era muy comunicativo, ni zalamero, ni trascendió. Ese viejo que vino a la ciudad a cuidar un jardín inexistente en mi trabajo, se manejaba con una mocha, un rastrillo y una manguera, se las entendía en la fachada, con la maleza, los coralillos y unos cuantos crotos que marcaban la entrada desde la calle.

La entrada al local estaba guarnecida a ambos lados por coralillos, hasta los escalones de entrada que daban acceso a esa edificación en un terreno a desnivel, en la Luperon casi esquina Sarasota. el lindero del susodicho jardín era importante, también de crotos, delimitaba el local con el laboratorio. Aquel jardín, de coralillos y crotos no contaba con arboles ni otros arbustos que lo embelleciera.

Aquello como jardín no ofrecía muchas posibilidades y ni hablar de que el jardinero, no era quien para inventar o modificar lo que encontró. Así las cosas resultaba cómodo recalar diciendo, “-Don Emeterio es haragán”; porque decir otra cosa, decir lo otro, implicaba un complicado escrutinio para saber como llego este hombre allí en función de jardinero desde Cambita Garabito , ¿En las transacciones comerciales de Inespre? resulto él, un favor o servicio a alguien; ¿Quedo sin parcela y le ofrecieron un sueldito seguro? y lo que esto implicaba precisamente en términos de seguridad; de entrada fija de un dinerito; seguro medico, cooperativa de empleados… etc., ¿Era pariente de un funcionario?. Alguna vez Sinia decía. “- cállense que el viejo esta ahí debajo de la ventana oyendo para contar”.

Esto lo decía en aquellos momentos cuando por motivo de falta de lógica en la rutina, nada pegaba con nada, y entonces emergía una frase crítica.

Contaba Sinia, como se afanaban con el viejo:

- “Don Emeterio vaya compre un servicio de comida al frente” – decía Any la otra empleada.

- “Don Emeterio mire a ver si el guardian se fue” – pedia la asiste del encargado.

“¿Ya se fue Don Emeterio?”

- Decía Carina

- “ ¡Viejo haragán!”

El asunto viene al caso, porque caminando por la Luperon en Domingo cuando decidí internarme en la pulga y en eso quedar impresionada por la imagen de una mujer echada en un montón de medias grises y blancas inventé un nombre para ella y le asigne el nombre de doña Flor- por si era ella.

Tuve que repasar el rosario de mujeres que me han acompañado estos 31 años de mi vida, de mujer con un hombre y dos hijos. – digo así ahora- pero realmente he sido mujer de un hombre y mamá de dos hijos, varones. En esa interminable ocupación cotidiana, doña Flor fue importante para por efectiva, efímera y audaz…

Ella desapareció sin despedirse se fue la noche anterior a la mañana en que la llamé y no respondió; toque y abri la puerta del cuarto y todo estaba ordenado, pero vi que se llevó sus pertenencias. Se fue con su enamorado.

Vendrían otras y se irían también por motivos diversos y disímiles, pero ella fue la mujer que me la trajo Don Emeterio para que me ayudara.

Solidario y afectuoso, sin externar emociones, ese ser que yo recuerdo me trajo también la mata de cereza; eligió un lugar en el patio y la sembró. Al muchacherío que jugaba con mis hijos en el patio le decía – cuidado con Don Emeterio; así llamé o bautice la mata. Dejaba claro así, mí estima para recordarlo en bien.

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Si la señora confundida con las medias en un rincón de La Pulga, cuando yo la vi este domingo, fuera Janina, esa muchacha que se fue a un batey de Boya, antes de que yo la conociera verdaderamente, es porque ya envejeció un poco y se la busca en la pulga y ahora los avatares de la vida en el batey no la han dejado ser ni dominicana ni haitiana, cuando yo la vi por primera vez; me dije, “- es una haitianita”.

Janina era larga, larga y negra, sonreía y obedecía. Yo estaba sola ó sea, mamá y mis hermanos definitivamente, se habían quedado en New York y yo ensayaba a ser ama de casa. Así fue como junto a Janina se ocupaba de todo tipo de quehaceres, sobre todo, aquellas cosas que hacían posible y confortable el espacio para ellos, los mios. Un día, llegaron oleadas de haitianitos y haitianitas por la tarde, venían ver a Janina; hembras y Varones casi adolescentes. Esto se repetía un día y otro dia. Debo confesar que no era cómodo para mí y debo haber dicho no se que cosa, que ella entendió y me dijo “-me voy a Boyá”.

Quedo su recuerdo conmigo, este domingo pienso que puede ser ella la mujer en gris que vino a la pulga acompañando a su marido vendedor o, a una amiga, el caso es que la retraigo porque ella no volvió.

La señora en gris adosada a la pared podría ser Eva, porque ya su hijo creció. Eva era una mujer joven y grande con un vestido grande de cuadritos rojos, milvaras – no logro recordarla con otra ropa-. Eva hacia pocas cosas y las hacia lento, lento, y yo le decía, Eva muévete, Eva haz esto haz lo otro. Me desesperaba y tomaba un trapo y jabón y le decía, limpiando una pared, mira como se hacen las cosas rápido. Ella comenzaba y pujaba y se paraba. Un día supe que Eva no era mal tramada.

Tuve la explicación de por que su paso era desacompasado, estaba embarazada y no se atrevió a decirlo. Le faltaba poco para dar a luz, pero no me lo dijo. Dijo que iría a visitar a su familia a San Francisco de Macorís. No volvió. No se de ella.

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Para cuando tu, mujer, vienes a recalar en la pulga con cualquier tipo de venta y te tiendes en una lona a la sombra y esto llega a ser tu ambiente de reposo temprano en la mañana, bruñidos están en tu alma episodios de la vida que también se ven en tu mirada, en tu piel, en tu pelo, en tu vestimenta y en cualquier expresión o falta de ella que dan cuenta de que vives y engarzas nuevos modos de suspirar como quien nada y levanta el rostro para tomar una bocanada de aire.

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Volví a la pulga con el pretexto de buscar un encargo para una amiga, pero mi apuro realmente era volver a caminar de norte a sur y mirar hacia la izquierda. Buscaba la evocación, la imagen de esa mujer en gris. No estaba; peor, había humedad, lodo, plásticos tirados para caminar por encima de ellos y cartones… positos de agua sucia. La lluvia del día anterior había dejado aquello imposible como espacio confortable en la pared lindero.

Anduve la pulga de nuevo de norte a sur y entonces ensarté a Celeyda como si mi pensamiento fuera un conjuro que le pudiera dar vida desde la mujer en gris. Podría ser.

Celeyda vino a mi casa porque el hombre que recoge, tempranito en la mañana, galones, botellas, cartones y cualquier cosa útil que el otro desecha, me dijo, “-doña tengo una muchacha buena que quiere trabajar”. Él me veía temprano pelechando con la manguera; con la ropa que tendía en la verja, porque mi mata de mango se adueñó del patio, y entonces el sol era solo para ella. Ya no había donde secar la ropa.

Celeyda llego a ser otra yo. Se ocupaba de ellos, de los tres varones, servia con amor. Recuerdo que cierto número de veces le daba una desazón y dejaba el trabajo. En una de esas, pasó mucho tiempo sin que yo supiera de ella. La veía a veces en la avenida, por casualidad, cuando ella esperaba una guagua del concho, para volver a su casa. A veces esto sucedía cuando mas desesperada estaba yo, ahogándome con eso de dar atención de calidad a los míos, sin desmedro de otros asuntos de mi vida. En esos momentos ella volvía, siempre volvió. Tal vez hace un año la alcancé a ver de pasada y me dije: “- déjame ver si ella quiere volver-”. Me devolví y hablé con ella en la calle. Dijo que si, que iría el martes a mi casa. Era su día disponible. Esperé cada martes y no vino. Decidí no ir a buscarla a la Iglesia del vecindario donde lavaba y planchaba, pensé que debía dejarla, que viniera sin presión.

Hace poco me dirigí a la iglesia con una bolsa de comestibles que me habían reglado para que se la diera a quien lo necesitara. Pensé en ella y fui a llevársela a la iglesia, así sabría porque no vino como prometio. Pregunté por ella al señor que cuida la iglesia. Este me dijo, “-¿A Celeyda usted busca? ¿Usted no sabe que ella pasó a mejor vida?-” casi con chanza “-¿A mejor vida?-”, pregunte“- que quiere usted decir-”. Me contó que ella había dejado el trabajo a una hermana y que supieron cuando sosobro la yola con las 92 personas que ella formaba parte del grupo humano que desapareció y que ya la familia le había hecho los rezos.

Si fuera cuestión de suerte ella, Celeyda, estaría en La Pulga con una venta como modo de llevar la vida, como la señora en gris y no estaría muerta, muerta definitivamente, cosa que no se, o no quiero aceptar.

Ella había comenzado a morir varias veces como cuando pasó por la pena de su mamá, porque un rayo mató a su hermanito de 14 años; o aquella vez que trancida de pena la volví a ver, después que su hijo mayor estuvo en coma, un mes, y enloqueció, producto del accidente o porque le amputaron una pierna. Cursaba el 2do año de la secundaria y no quiso volver a la escuela y también estuvo muerta de pena porque el hijo mayor de su hermana, que ella había cuidado con amor, se ahogo en Manresa un 31 de un diciembre, mientras la familia compartía los trajines de ese día.

Doña Flor

Ronda de la vida

De la que se va

De Haina pa’ Punta

Janina se va,

Se va pa’ Boyá

Eva se va

Se va a Macorís

Porque va a parí

Y Celeida danza

Danza con las olas

Y en vaivén se va.

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